24/12/11

REFUTACIÓN 5: El primer año del resto de la vida (de Hernán Brienza)

El comentarista Hernán Brienza suele pecar de apresurado. No es este un juicio sobre su capacidad de argumentación, sino una caracterización de su estilo argumentativo. Sus columnas de opinión acostumbran a seguir la lógica del apunte y de la nota al margen. En muchas ocasiones, no son más que un rejunte de pensamientos medianamente acordonados a través de alguna idea guía, cuando no una explícita colección de digresiones. Es esta última la forma que toma su artículo del sábado 24 de diciembre en Tiempo Argentino, titulado ‘El primer año del resto de la vida’. En él se deja pasar una nítida contradicción que acaba dejando dudas acerca de su propia postura sobre un tema tan delicado como la recientemente sancionada Ley Antiterrorista. Si entendemos a esta contradicción lógica como un error, tal vez esta refutación no sea más que una simple corrección. Pero en todo caso, llama a preguntarnos acerca del proceso de elaboración argumentativa del autor, que nunca está de más considerar.

En su Digresión número 3, el autor comienza expresando sus claros reparos frente a la norma sancionada:
Es cierto que la norma genera escozor en todos aquellos que tenemos una mirada preocupada por el respeto de los Derechos Humanos –en mí lo genera, claro–, pero quizás sea tranquilizador leer algunos párrafos de la ley (…)
La construcción adversativa del final anticipa la corrección de sus reparos en apariencia anticipados. El fragmento seleccionado, sin embargo, lejos está de mostrarse tranquilizador, como el propio Brienza aclara al final:
“Serán considerados como delitos de terrorismo los actos que sean cometidos con la finalidad de aterrorizar a la población” u obliguen al gobierno nacional o extranjeros “a realizar un acto o abstenerse de hacerlo”. Sin dudas es un párrafo alarmante, aun cuando en el siguiente párrafo señale: “Las agravantes previstas en este artículo no se aplicarán cuando el o los hechos de que se traten tuvieran lugar en ocasión del ejercicio de Derechos Humanos y/o sociales o de cualquier otro derechos constitucional.”
El autor no sólo reafirma su preocupación ante el fragmento ‘tranquilizador’ que se propuso compartir, sino que incluso se muestra desconfiado de la salvedad con la cual él mismo ha decidido suavizar las dudas despertadas por su primera cita. Esta desconfianza es incluso profundizada en su acertada caracterización de la ambigüedad interpretativa que acompaña la ley y de sus riesgos de aplicación. La pregunta clave que propone es quién decide si una expresión social o individual será calificada de terrorismo o se verá amparada por la constitución. Así concluye el fragmento:
¿Quién lo decide? ¿Los jueces? ¿Cuáles? ¿Los que integran el poder más retrógrado y más aristocrático del Estado? ¿Qué puede ocurrir con esa norma si, por ejemplo, decide aplicarlas algún juez que le ha negado el aborto a una niña violada en Mendoza o que ha hecho el juego al Grupo Clarín trabando la Ley de Medios? ¿Y qué ocurriría con esa norma en manos, por ejemplo, de un gobierno con espíritu represor como el de Mauricio Macri, o sin ir más lejos los anteriores de Fernando de la Rúa o Eduardo Duhalde? Y supongamos que es parte de una negociación mayor para poner a la Argentina en un mismo estatus jurídico de las principales potencias mundiales ¿no deberíamos saber qué hemos conseguido a cambio para entender por qué es necesaria esa norma?
Hasta la última línea, esta digresión no hace sino despertar sospecha, expresar reparos. Tras estas palabras, el autor cierra paréntesis y cambia de tema. La promesa inicial de una lectura ‘tranquilizadora’ ha sido saboteada inequívocamente por el mismo Brienza. Claramente, su intención original ha derivado en un ataque a la ley que se proponía defender (aún con reparos).

Esta fallida argumentación me lleva a conjeturar acerca de cómo llega el autor a contradecirse a sí mismo de modo tan evidente. Parece cierto que han habido en él dos intereses contrapuestos: la voluntad de ratificar la ley y la necesidad de exponer reparos a la misma. La concatenación de ambos intereses a través de una frase adversativa (“la norma me genera escozor, pero…”) también parece evidenciar que el propósito primero del fragmento era la ratificación y no la exposición de reparos. Se me ocurre en consecuencia una posible explicación para este fallido. Brienza, adalid del oficialismo, acostumbra a defender las políticas del gobierno, y eso es lo que parece haberse propuesto (¿por costumbre?) en este caso. Sin embargo, podría inferirse de sus palabras que el autor ha desarrollado más sus argumentos en contra de la norma que aquellos a favor de la misma. No podemos ingresar en el nivel subconsciente de Brienza ni adivinar en qué punto de su escritura el autor traicionó su propio objetivo, pero creo percibir que la razón fue la voluntad de defensa de aquello con lo que no se está verdaderamente de acuerdo. No seré el primero en señalar que el ‘justificacionismo’ (esa tendencia de las líneas oficialistas a justificar todas las políticas del gobierno -tal vez por miedo al tratamiento que los medios opositores suelen hacer del disenso como crisis) viene siendo una reprochable costumbre del kirchnerismo (aunque, para ser justos, atribuible también a los oficialismos todos). Sin embargo, me parece que esta lógica de la justificación es más reprochable cuando son los analistas quienes la asumen como estrategia, ya que, lejos de contribuir a una verdadera reflexión, la paralizan.

(Digresión: por cierto, contradicciones de este tipo –junto con algunas deficiencias gramaticales que el lector perspicaz habrá sabido identificar- son el claro producto de un cada vez más apresurado trabajo editorial: los lectores asiduos y exigentes estarán de acuerdo en que se extraña a los ya extintos correctores periodísticos)

5/12/11

REFUTACIÓN 4: La "batalla cultural", ¿ha llegado hasta la historia argentina? (de Mariano Grondona)

En su columna del domingo 4 de diciembre en La Nación, el profesor Grondona se propone cuestionar la reciente creación, por decreto presidencial, del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano. Sus fundamentos, como es de esperar, destilan jugosas inconsistencias que serán el objeto de análisis de las próximas líneas.

Punto 1: La historiografía pacificadora no existe


En un notorio esfuerzo por enturbiar la creación de un instituto historiográfico sobre la cual, más allá de los gustos personales, sinceramente, no es mucho lo que pueda objetarse, el profesor Grondona inicia su primer punto argumentativo señalando:
Es de todos conocido el hecho de que los argentinos interesados en descifrar nuestro pasado no contamos hoy con una sino con dos y hasta con tres historias para consultar. A la primera en aparecer, que podríamos llamar "clásica" aunque sus adversarios la llaman liberal, corresponden, para tomar un solo ejemplo, las grandes biografías de Bartolomé Mitre sobre José de San Martín y Manuel Belgrano. Pero con el paso del tiempo se difundieron las obras de otros autores como José María Rosa a quienes, porque su empeño fue revisar críticamente la historia clásica o liberal, se los llamó revisionistas . Tampoco podría ignorarse la obra historiográfica de un tercer grupo de autores que, con la ayuda de los modernos elementos de la investigación, han pretendido llegar a una visión en cierto modo "abarcadora" de nuestro pasado, con la intención de desarrollar, más allá de las pasiones que han dividido tantas veces a los argentinos, una visión pluralista donde pudieran refugiarse todos aquellos que procuran que el pasado, lejos de enconarnos unos contra otros, vaya difundiendo entre nosotros un espíritu de seriedad científica y tolerancia ideológica. Como avanzados de esta tercera intención pacificadora mencionaríamos a historiadores del fuste de Tulio Halperín Donghi y Luis Alberto Romero.
Hay en esta clasificación de las corrientes historiográficas nacionales algunas apreciaciones personales y arbitrariedades que convendría destacar. En principio, Grondona refiere a la historia mitrista como aquella que “podríamos llamar ‘clásica’ aunque sus adversarios la llaman liberal.” La construcción de esta frase, que asocia la denominación ‘liberal’ con ‘adversarios’ que se oponen a lo ‘clásico’, y de los cuales Grondona se excluye, pretende contagiar desconfianza sobre las propuestas historiográficas enfrentadas al mitrismo. Pero, aunque Grondona no lo admita, el cambio de denominación no es menor. Llamar a una historiografía en particular ‘clásica’ le otorga un carácter positivo, imprimiéndole incluso cierta perennidad y perfección usualmente asociadas al clasicismo. Esta denominación no sólo no es válida desde el punto de vista científico al cual alude el autor, sino que peca de ocultar el incuestionable compromiso político e ideológico expresado en la historia de Mitre y de sus seguidores. La denominación ‘liberal’, en cambio, contextualiza esta realidad, siendo en consecuencia más descriptiva de la corriente que pretende evocar. En definitiva, el profesor Grondona muestra desconfianza por aquella denominación que otorga claridad al objeto al cual se refiere. La claridad semántica es deseable en todo abordaje analítico e interpretativo de la realidad. No se comprende, entonces, los reparos del autor.

Menos comprensible resulta, luego, la creación ad hoc de una historiografía de ‘intención pacificadora’ atribuida a historiadores como Halperín Donghi y Luis Alberto Romero. Sin darse cuenta, el profesor Grondona otorga a la historiografía una voluntad política que contradice su esfuerzo por desligar la Historia de la ideología política. Según esta categoría que nos propone, se hace historia para lograr la paz social. Lo más increíble es que esto mismo pone en crisis también sus reclamos de “seriedad científica”, ya que un historiador serio debería ir en busca de interpretaciones coherentes con los datos históricos, más allá de sus muchas veces presentes objetivos políticos. Si bien no es posible negar los intereses que habitan a todo historiador, sí es inadecuado proponer una finalidad política como el objetivo de toda investigación historiográfica. Esto, en principio, no sería científicamente ético. Pero hay más.