5/12/11

REFUTACIÓN 4: La "batalla cultural", ¿ha llegado hasta la historia argentina? (de Mariano Grondona)

En su columna del domingo 4 de diciembre en La Nación, el profesor Grondona se propone cuestionar la reciente creación, por decreto presidencial, del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Argentino e Iberoamericano. Sus fundamentos, como es de esperar, destilan jugosas inconsistencias que serán el objeto de análisis de las próximas líneas.

Punto 1: La historiografía pacificadora no existe


En un notorio esfuerzo por enturbiar la creación de un instituto historiográfico sobre la cual, más allá de los gustos personales, sinceramente, no es mucho lo que pueda objetarse, el profesor Grondona inicia su primer punto argumentativo señalando:
Es de todos conocido el hecho de que los argentinos interesados en descifrar nuestro pasado no contamos hoy con una sino con dos y hasta con tres historias para consultar. A la primera en aparecer, que podríamos llamar "clásica" aunque sus adversarios la llaman liberal, corresponden, para tomar un solo ejemplo, las grandes biografías de Bartolomé Mitre sobre José de San Martín y Manuel Belgrano. Pero con el paso del tiempo se difundieron las obras de otros autores como José María Rosa a quienes, porque su empeño fue revisar críticamente la historia clásica o liberal, se los llamó revisionistas . Tampoco podría ignorarse la obra historiográfica de un tercer grupo de autores que, con la ayuda de los modernos elementos de la investigación, han pretendido llegar a una visión en cierto modo "abarcadora" de nuestro pasado, con la intención de desarrollar, más allá de las pasiones que han dividido tantas veces a los argentinos, una visión pluralista donde pudieran refugiarse todos aquellos que procuran que el pasado, lejos de enconarnos unos contra otros, vaya difundiendo entre nosotros un espíritu de seriedad científica y tolerancia ideológica. Como avanzados de esta tercera intención pacificadora mencionaríamos a historiadores del fuste de Tulio Halperín Donghi y Luis Alberto Romero.
Hay en esta clasificación de las corrientes historiográficas nacionales algunas apreciaciones personales y arbitrariedades que convendría destacar. En principio, Grondona refiere a la historia mitrista como aquella que “podríamos llamar ‘clásica’ aunque sus adversarios la llaman liberal.” La construcción de esta frase, que asocia la denominación ‘liberal’ con ‘adversarios’ que se oponen a lo ‘clásico’, y de los cuales Grondona se excluye, pretende contagiar desconfianza sobre las propuestas historiográficas enfrentadas al mitrismo. Pero, aunque Grondona no lo admita, el cambio de denominación no es menor. Llamar a una historiografía en particular ‘clásica’ le otorga un carácter positivo, imprimiéndole incluso cierta perennidad y perfección usualmente asociadas al clasicismo. Esta denominación no sólo no es válida desde el punto de vista científico al cual alude el autor, sino que peca de ocultar el incuestionable compromiso político e ideológico expresado en la historia de Mitre y de sus seguidores. La denominación ‘liberal’, en cambio, contextualiza esta realidad, siendo en consecuencia más descriptiva de la corriente que pretende evocar. En definitiva, el profesor Grondona muestra desconfianza por aquella denominación que otorga claridad al objeto al cual se refiere. La claridad semántica es deseable en todo abordaje analítico e interpretativo de la realidad. No se comprende, entonces, los reparos del autor.

Menos comprensible resulta, luego, la creación ad hoc de una historiografía de ‘intención pacificadora’ atribuida a historiadores como Halperín Donghi y Luis Alberto Romero. Sin darse cuenta, el profesor Grondona otorga a la historiografía una voluntad política que contradice su esfuerzo por desligar la Historia de la ideología política. Según esta categoría que nos propone, se hace historia para lograr la paz social. Lo más increíble es que esto mismo pone en crisis también sus reclamos de “seriedad científica”, ya que un historiador serio debería ir en busca de interpretaciones coherentes con los datos históricos, más allá de sus muchas veces presentes objetivos políticos. Si bien no es posible negar los intereses que habitan a todo historiador, sí es inadecuado proponer una finalidad política como el objetivo de toda investigación historiográfica. Esto, en principio, no sería científicamente ético. Pero hay más.


Tampoco resulta aceptable, por lo menos desde el punto de vista de la argumentación, que el profesor Grondona fabrique una categoría historiográfica inexistente con el único motivo de validar sus palabras. Pero aún si aceptáramos esta historiografía ‘pacificadora’ como válida, resulta tentador destacar que sus definiciones en torno a los personajes históricos que no son de su agrado, poco tienen de pacificadores y lejos están de demostrar la “tolerancia ideológica” que él mismo pregona. Así, el autor nos dice de Rosas que:
…encarnó algo así como un mal necesario, como un Leviathan al estilo de Hobbes o un "príncipe nuevo" al estilo de Maquiavelo, cuya crueldad vino a pacificar brutalmente a esa Argentina que sólo una vez pacificada pudo sostener la construcción institucional de un prócer tolerante como Justo José de Urquiza…
La dureza del autor para con Rosas deja en claro que su propuesta pacificadora y tolerante dista de ser, por lo menos para él, de fácil ejecución. Pero hay más aún en relación con la ‘historiografía pacificadora’ propuesta por el autor. Y es aquí justamente donde la estatura de Grondona como sofista se muestra con mayor nitidez. Calificar la historiografía que él desea como ‘pacificadora’ es un modo indirecto de calificar, por oposición, a todo aquello que se le oponga como ‘bélico’, ‘conflictivo’, ‘no pacificador’. Como todo sofisma, sin embargo, es fácil de desmantelar una vez identificado. Sobre él volveré en el próximo punto.

Punto 2: En democracia, la pluralidad lleva a la paz

Avanzando en su argumentación, el profesor Grondona se propone clasificar dentro de la tríada historiográfica por él propuesta al novísimo instituto creado por la presidenta. Así inicia este pasaje:
¿En cuál de las tres corrientes historiográficas mencionadas podríamos ubicar el Instituto que ha creado la Presidenta? Sería imposible alojarlo, por supuesto, en la corriente clásica o liberal. Nos hubiera gustado en cambio ubicarlo dentro de la tercera corriente "pacificadora" de nuestra historia. Desgraciadamente, no lo podemos hacer por varias razones.
Está claro que la primera de las razones que vendría a mi mente (la inexistencia de una corriente ‘pacificadora’) no está entre los puntos de Grondona. En cambio, el autor señala:
La primera de ellas es que el Instituto, de entrada, recibió el nombre de revisionista. Entre las tres corrientes historiográficas argentinas, por lo tanto, el Gobierno ha escogido expresamente a sólo una de ellas. Como el decreto de creación del Instituto prevé que se volcarán en su favor "partidas del Presupuesto Nacional" que no serán menores por las amplias funciones que se le asignan, lo que viene a decirnos el decreto presidencial es que importantes recursos del Gobierno, es decir, de los contribuyentes, se volcarán en favor de sus preferidos intelectuales.
La protesta del profesor Grondona deja entrever su molestia porque la corriente historiográfica escogida por el gobierno sea sólo una, en detrimento de otras. Pero no es posible sostener este argumento una vez que se constata que buena parte de los institutos de investigación histórica más tradicionales, lo mismo que los claustros universitarios y espacios como el CONICET se encuentran asimismo subvencionados por el estado. En todo caso, el nuevo instituto parece venir a sumar una nueva voz, lo cual debería ser leído como una señal de pluralidad intelectual más que de sectarismo. De hecho, si existe un camino hacia la ‘pacificación’, un paso firme hacia ella es, sin dudas, el aprender a convivir con una pluralidad de voces en constante tensión. En eso, y en nada más, consiste la ‘paz democrática’. Es aquí donde desearía retomar el sofisma de la ‘corriente pacificadora’ que, por oposición, hace del revisionismo una corriente conflictiva y no pacificadora. La historiografía revisionista persigue el develamiento y la resignificación de ‘realidades’ históricas hasta hoy relegadas. La pacificación de la sociedad no está entre sus objetivos, pero esto no debería sorprender. La pacificación corre por carriles que poco tienen que ver con la historiografía, carriles políticos y democráticos que Grondona conoce muy bien, y que sabe sacudir con sentencias sorprendentemente irresponsables de tanto en tanto.

Punto 3: Hablando de maniqueísmos… ¿y por casa, cómo andamos?

Vuelto a atacar el tanto el revisionismo como el decreto presidencial, el autor señala:
De acuerdo con la interpretación maniquea de la historia, según la cual sus protagonistas se dividen en "absolutamente buenos" y "absolutamente malos", vale subrayar otra vez el pasaje del decreto presidencial que apunta a reivindicar "a aquellos que defendieron el ideario nacional ante el embate de quienes, en pro de sus intereses, han pretendido oscurecerlos y relegarlos de la memoria colectiva del pueblo argentino". Es imposible no concluir de este modo que, según la interpretación del Gobierno, en nuestro pasado sólo ha habido héroes y villanos en lugar de suponer que en todos los actores hubo al menos algo de patriotismo.
Me permito lo imposible. Me resulta muy difícil extraer del pasaje citado por Grondona sus mismas conclusiones. Que la presidenta haga referencia a la revalorización de personalidades que han sido oscurecidas y relegadas no significa tornarlas automáticamente en héroes. Sobre todo, porque la categoría ‘héroe’ no es utilizada más que por el propio Grondona. Justamente, una de las consecuencias de la historiografía liberal ha sido el delineamiento de un inamovible panteón de ‘héroes nacionales’. Lo que el revisionismo se propone es humanizar este panteón marmóreo. Por un lado, nos devela que los ‘héroes nacionales’ no fueron seres impolutos, sino personas complejas y contradictorias, como es de esperar en seres humanos de carne y hueso. Por el otro, pone en evidencia las razones políticas e ideológicas que condenó a muchas personalidades de relevancia a ser marginados en el relato constitutivo de la nación. El resultado: la historia argentina abandona los blancos y negros y se tizne de matices. Esto desmiente la interpretación del revisionismo como ‘maniquea’ que hace el autor. Todo lo contrario. Es el revisionismo el que se propone complejizar las definiciones lineales de la historia oficial: Roca no sólo integra el territorio nacional, sino que lo hace ejerciendo la violencia contra las comunidades originarias; Sarmiento no sólo encabeza un proyecto nacional moderno, sino que lo hace con una retórica xenófoba y virulenta; Rosas no sólo encabeza un estado violento y represivo, también consolida la soberanía nacional. Lejos de simplificar la historia, el revisionismo la complejiza; lejos de ser maniquea, su propuesta pone en evidencia a la historiografía como una disciplina dinámica y nunca cerrada. Pero, sobre todo, falsable y abierta al debate. Nada más próximo a la “seriedad científica” que nos proponía Grondona al comienzo.

Punto 4: Los dueños de la Historia, o el fin de la historiografía

Pero la incapacidad del autor por comprender de qué se trata el revisionismo y, en su defecto, la historiografía en general, le depara párrafos más increíbles aún, como el siguiente:
San Martín había sido hasta ahora exaltado desde los más diversos ángulos ideológicos para ponerlo al abrigo del fanatismo. Al alinearlo con los protagonistas a quienes exalta en desmedro de otros, ¿no intenta el Gobierno monopolizar su elevada memoria? Cuando defendió el decreto, O'Donnell confesó que es peronista. ¿Pero valía que este peronismo historiográfico avanzara hasta apoderarse del propio Hipólito Yrigoyen, el gran líder radical? ¿Y es justo que, en su intento de acumular nombres latinoamericanos a su lista de elegidos, el Gobierno haya invadido el territorio histórico de chilenos, colombianos, cubanos, nicaragüenses, uruguayos y peruanos, cuyos próceres menciona como si su memoria nos perteneciera?
Dejaré para otro momento el análisis de la pregunta retórica como estrategia del autor para volcar sobre la mente del lector una apariencia de verdad que, de haber sido expresada mediante una sentencia afirmativa, difícilmente podría sostenerse. Cero que semejantes interpelaciones merecen que nos detengamos en ella, y que las abordemos una a una. Así, el profesor Grondona se pregunta:
…¿no intenta el Gobierno monopolizar su elevada memoria [la de San Martín]?
El término ‘monopolizar’ nos devuelve al punto 2 de nuestra refutación. Vuelve a percibirse una incorrecta interpretación de la realidad concreta del instituto creado por la presidenta, el cual viene a mediar dentro de una pluralidad de instituciones identificadas con otras percepciones de la historiografía. No es bueno confundir nuestro posible rechazo ideológico a una institución con su legitimidad institucional. Tal confusión es un claro signo de flaqueza interpretativa. Idéntica flaqueza se percibe a continuación:
Cuando defendió el decreto, O'Donnell confesó que es peronista. ¿Pero valía que este peronismo historiográfico avanzara hasta apoderarse del propio Hipólito Yrigoyen, el gran líder radical?
Es muy sugestivo que la confesión (innecesaria por lo obvia) de O’Donnell transforme a una corriente historiográfica en un producto netamente partidista. Sobre todo porque presupone una falsa barrera ideológica: sólo es posible historiar a quienes coinciden con nuestra ideología, o, por extensión: sólo pueden hacer historia aquellos que no poseen compromisos o intereses políticos. Lo que Grondona propone es casi el fin de la historiografía. Para corroborarlo, basten sus siguientes palabras:
¿Y es justo que, en su intento de acumular nombres latinoamericanos a su lista de elegidos, el Gobierno haya invadido el territorio histórico de chilenos, colombianos, cubanos, nicaragüenses, uruguayos y peruanos, cuyos próceres menciona como si su memoria nos perteneciera?
He aquí el fin de la historiografía. O peor aún, su encarcelamiento. De pronto, la historia tiene dueño. En este caso, el estudio de los personajes históricos más allá de las propias fronteras (fronteras inexistentes en sus tiempos, por cierto) es un hurto a la memoria de los pueblos. Nada más alejado de la práctica historiográfica concreta. ¿O acaso no se leen en las universidades a autores extranjeros que analizan nuestra historia política? O, sin ir más lejos, revisemos la bibliografía de los dos historiadores ‘pacificadores’ a quien el profesor Grondona señala como modelos a seguir: ¿Cómo ha osado Halperín Donghi escribir sobre la comunidad morisca valenciana del siglo XVI? ¿Cómo, el profesor Romero, pudo haber tenido a bien hurtar a los chilenos la historia de su élite y de sus sectores populares decimonónicos? Inconcebibles nociones las que el profesor Grondona despliega, y que no hacen sino mostrarlo como un llano ignorante en temas historiográficos.

Punto 5: De qué va toda ‘batalla cultural’


El párrafo conclusivo del profesor Grondona no nos deja descansar:
Ha habido, como hicimos notar, cierta moderación en el lenguaje del decreto que crea el Instituto, que pudo ser peor si hubiera exaltado a las figuras más irritantes. Lo que no sabemos aún es si las figuras más controvertidas se omitieron en el decreto con vistas a una futura convergencia entre los que no pensamos igual, o si estas omisiones respondieron solamente a la táctica de rodear con un sigilo inicial lo que en verdad se intenta: extender la "batalla cultural" al delicado terreno de la historia.
Una vez más, la creencia del autor en unas figuras “más irritantes” que otras nos permiten entrever que es él y nadie más quien continúa percibiendo la Historia como dividida entre buenos y malos. Superado este escollo inicial, nos queda la supuesta “táctica de rodear con un sigilo inicial lo que en verdad se intenta.” La frase parece anticipar un oscuro motivo detrás del decreto presidencial. Sin embargo, la presidenta lo deja del todo claro. La ‘batalla cultural’ a la que hace mención el autor no se esconde ni se escatima en las palabras del decreto. Cuando se propone reivindicar "a aquellos que defendieron el ideario nacional ante el embate de quienes, en pro de sus intereses, han pretendido oscurecerlos y relegarlos,” no se hace otra cosa que exponer y legitimar esta ‘batalla' (o, tal vez mejor, 'controversia') cultural. Claro que es posible que Grondona no comprenda este concepto en toda su dimensión (algunos artículos previos del autor parecen apoyar esta hipótesis). En todo caso, eso es lo que deja entrever cuando llama la atención sobre el riesgo de “extender” esta batalla al “delicado terreno de la historia”. La historia es, y siempre ha sido, uno de los terrenos naturales donde se libra toda construcción de sentido acerca de lo nacional. Es por lo tanto una arena lógica para toda puja cultural. Estemos o no de acuerdo con la terminología, una ‘batalla cultural’ no es otra cosa que un esfuerzo intelectual por desnaturalizar el sentido común creado por aquellos que han detentado el poder durante muchísimos años. Claro que una ‘batalla cultural’ podría consistir simplemente en desplazar un sentido común viejo para imponer uno nuevo, tan acrítico como su antecesor. Esto sin dudas ha ocurrido durante los primeros gobiernos peronistas, que vivieron la imposición de una doctrina y una liturgia tramada sobre el mismo modelo sentimental y autoritario utilizado por el conservadurismo al cual se oponía. En este punto, me resulta válido el recelo de intelectuales críticos que temen que el kirchnerismo acabe apelando a la misma modalidad del pasado. Pero se trata de un temor inaceptable en el profesor Grondona, quien sólo desea hacer perdurar un sentido común liberal y profundamente contradictorio con las necesidades de un país con aspiración a una democracia real y profunda. Desde mi percepción personal sobre el tema, creo que es posible percibir señales ambiguas en el partido oficialista, donde claros defensores de una mística peronista tradicional conviven con pensadores de trayectoria crítica que difícilmente podrían asumir como válido cualquier tipo de adoctrinamiento y que proponen herramientas de análisis con las cuales el propio kirchnerismo puede ser interpelado. Esta tensión se expresó con claridad cuando la socióloga María Pía López, integrante de Carta Abierta, señaló que el proyecto del oficialismo necesita “menos soldados y más intérpretes”. En qué derivará esta tensión interna al kirchnerismo y hasta qué punto su relato de lo nacional seguirá respetando el pluralismo es algo que seguramente iremos apreciando en los próximos años.

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