28/11/11

Refutación 3: Cristina y Mauricio: ¿hacia un nuevo bipartidismo? (por Mariano Grondona)

En su columna del domingo 27 de noviembre para La Nación, el profesor Mariano Grondona avanza una curiosa conclusión: la Argentina va camino a un bipartidismo cuyos líderes parecen ser Cristina Fernández y Mauricio Macri. En su conclusión, el autor resume:
Si este diagnóstico se confirmara, nuestro país se acercaría a la configuración bipartidista de los países políticamente desarrollados, una configuración de la que hasta ahora no habíamos disfrutado, sin que importara a partir de este cambio fundamental quién ganara en 2015, ya que el bipartidismo no es un episodio, sino un sistema destinado, como tal, a perdurar a lo largo del tiempo.
Como es costumbre, el profesor Grondona construye su edificación argumentativa sobre innumerables falacias y reduccionismos que nunca está de más revisar. De eso me encargaré a continuación:

Punto 1: La democracia superior aún no existe

De este modo inicia Grondona su columna:
El bipartidismo es la forma superior del desarrollo político porque, gracias a él, dos partidos predominantes se alternan periódicamente en el poder según los humores del electorado. En los países políticamente desarrollados, el bipartidismo regula los latidos de la democracia. Cuando el partido en el poder sufre el desgaste que trae consigo la función de gobernar y el electorado se "enfría" respecto de él, el partido de oposición crece simétricamente porque le ha llegado su hora. Al sucederse uno al otro en virtud de la alternancia que los tiene a veces en el gobierno y a veces en el llano, los protagonistas del sistema bipartidario terminan por anudar las grandes "políticas de Estado" que van dibujando el destino de la nación; impiden así a la vez que algún presidente de ambición desmedida pretenda convertirse en "vitalicio" y hiera a la democracia.
Desde sus primeras palabras, el autor introduce un marco de lectura de la realidad que se presenta débil y falaz. Así, su definición del bipartidismo como “la forma superior del desarrollo político” deja entrever una percepción limitada de la democracia. Si la democracia es el sistema político que busca expresar a todas las facciones sociales, el multipartidismo debería ser su estadio natural. De hecho, el bipartidismo es en muchos casos un estadio de condensación de un multipartidismo anterior. No por nada, muchos partidos políticos fuertes suelen iniciarse como colectivos de fuerzas políticas menores. Así ha sido en la Argentina, e incluso en los Estados Unidos. Pero este procedimiento se vuelve más natural aún a medida que el sistema partidista evoluciona en el tiempo y los intereses sectoriales dentro de cada partido entran en crisis, algo que hemos podido apreciar con claridad durante la década del noventa, cuando el peronismo se fraccionó por el peso de sus propias contradicciones y se inició un período de construcción  de alianzas extrapartidarias que aún perdura. La experiencia parece señalar que, lejos de ser un punto óptimo de llegada, el bipartidismo es sólo un momento más dentro de la dinámica partidista, con mayor probabilidades de supervivencia en tiempos de calma política y económica, pero no por eso más deseable que el multipartidismo, como ya comentaré más adelante.

Ahora bien, la definición de Grondona va aún más allá, caracterizando a esta ‘forma superior’ de democracia como una que se encuentra librada a “los humores del electorado”. De ser así, en principio, deberíamos preguntarnos si tal democracia puede ser calificada de ‘superior’. El profesor Gondona no encuentra ningún impedimento lógico o ético en definir como ‘superior’ a una democracia en la cual el voto no es entendido más que como un capricho del electorado. Esta visión presupone un electorado irreflexivo y antojadizo. Si bien se trata de una caracterización que podría expresar con mediana certeza la realidad de buena parte de los sistemas democráticos, declarar su ‘superioridad’ es confesar una visión de la política en la cual el voto formal, sin incidencia política real, es lo deseable. Se trata, en definitiva, de una confesión antidemocrática, ya que un sistema político bipartidista de este tenor sólo podría transcurrir sin sobresaltos cuando existe un curso económico acordado y respetado por los partidos de poder. Esto es, sin más, lo que ha ocurrido en la democracia estadounidense, donde los partidos dominantes tienen una agenda común en lo que hace a política económica y bélica, además de estrechar idénticos lazos de connivencia con los grupos económicos que detentan el poder real en ese país.



Lo que se defiende entonces es una democracia ficticia, que no aparece direccionada por la voluntad de los votantes, sino por las maquinaciones consensuadas entre el poder político y el poder económico. Yo rechazaría llamar a esto un “desarrollo político superior”. Personalmente, creo entender que si una forma superior de desarrollo político es posible, esta debe sustentarse en una participación y un compromiso cívico racional y regular por parte de todos los individuos de una sociedad. Esta visión se distancia de las imperfectas democracias que el profesor Grondona ha idealizado como perfectas (entre ellas, la estadounidense) y, es justo admitir, no deja de tener cierto condimento utópico; sin embargo –y no creo que nadie se anime a cuestionarlo-, parece con seguridad una forma ‘más superior’ a la que propone el autor.

De hecho, no deja de ser curioso que Grondona atribuya al bipartidismo virtudes que nada tienen que ver con este sistema. En ese sentido, concluye su primer párrafo señalando que son los protagonistas del bipartidismo quienes “impiden (…) que algún presidente de ambición desmedida pretenda convertirse en ‘vitalicio’ y hiera a la democracia.” Lo cierto es que no es el bipartidismo sino las leyes o las tradiciones democráticas lo que contiene a los personalismos. No hay nada inherente al bipartidismo que pueda poner freno a las aspiraciones reeleccionistas, más que la lógica tensión de poderes dentro de un mismo partido. En cambio, estas aspiraciones están explícitamente limitadas por la ley (la Constitución Nacional en el caso argentino). Lo que el bipartidismo sí impide hoy en día, producto de las políticas consensuadas por los partidos dominantes, es un viraje político por fuera del liberalismo económico. El bipartidismo, así como está estructurado en los países centrales, representa un corsé político que obstruye el paso a políticas de transformación profunda. El caso emblemático es una vez más el de los Estados Unidos, cuyo presidente de centro-izquierda, enfrentado a una crisis doméstica de gravedad, sigue viéndose imposibilitado para frenar la deficitaria inercia bélica, ya que su propio partido está comprometido política y económicamente con ella.

El uso que he hecho hasta aquí de los Estados Unidos como sistema modelo responde a la propuesta del propio Grondona, quien comienza circunscribiendo el bipartidismo a los “países políticamente desarrollados,” para continuar más adelante con expresiones de acrítica admiración hacia las democracias centrales: 
A partir del Reino Unido y los Estados Unidos, las dos naciones anglosajonas que lo fundaron, el sistema bipartidario ha llegado a ser la marca inconfundible de las democracias de vanguardia.
Al utilizar como modelos a las democracias de los Estados Unidos y Europa, el autor nos permite reconocer que aquella ‘forma superior’ de desarrollo político a la que hacía referencia al comienzo de su análisis, se sustenta no en una reflexión racional y teórica del fenómeno democrático, sino en los más que imperfectos ejemplos que ofrece la realidad. El autor no parece reconocer que en estos países el bipartidismo, lejos de representar un mecanismo de transformación y de progreso democrático, se ha vuelto un sistema de oclusión para todas aquellas propuestas que escapan a la lógica económica imperante. De esto se trata, en realidad, aquello que Grondona denomina las “grandes políticas de Estado que van dibujando el destino de la nación.” Pues, seamos realistas, no son las políticas sociales las que constituyen ‘políticas de Estado’ en los países centrales, sino aquellas políticas que reproducen el juego de los grandes intereses económicos. Las políticas sociales son, justamente, las principales víctimas de los vaivenes entre la centroderecha y la centroizquierda propios de los bipartidismos más tradicionales, ya que es sólo la franja izquierda del espectro político la cual propone a las políticas sociales como verdaderas políticas de Estado.  

Los recientes casos de alternancia entre republicanos y demócratas en los Estados Unidos, o entre el PSOE y el PP en España, dejan muy en claro que, más allá de los diferentes modos de abordar la relación entre el Estado y la sociedad, los bipartidismos pueden esconder un consenso en torno a políticas económicas (en este caso liberales) y en torno a su relación de dependencia con los poderes dominantes. Este consenso, lejos de ser necesariamente positivo (como pretende la noción de ‘política de Estado’ utilizada por Grondona), puede ocultar acciones que resultan, a largo plazo, perjudiciales tanto para la sociedad como para la legitimidad democrática. Y es justamente esto lo que está viviéndose en el país del norte y en toda Europa. De aquí que resulte llamativo cuando Grondona escribe:
¿Qué acaba de ocurrir, por ejemplo, en España? Que uno de sus dos grandes protagonistas, el Partido Socialista Obrero Español (PSOE), que comandaba José Luis Rodríguez Zapatero, acaba de rodar por la barranca del desgaste, mientras que el otro gran protagonista, el Partido Popular (PP), accede al poder detrás de Mariano Rajoy.
En este acto de fe hacia el bipartidismo, el profesor Grondona pasa por alto un dato de relevancia: los resultados electorales de España, lejos de representar un ejercicio de fuerza del bipartidismo, acaban por demostrar su debilidad. Tras la crisis, los partidos que más han crecido han sido los partidos minoritarios, tanto de izquierda como de derecha, sobre los cuales fueron a dar buena cantidad de votos otrora aglutinados por el PSOE. Estos resultados, al mismo tiempo, dejan entrever que las elecciones españolas han estado libradas a algo más que un mero capricho electoral.

Punto 2: Nada es estático en política, ni siquiera los bipartidismos

El profesor Grondona continúa su argumentación del siguiente modo:
Otro rasgo común de los sistemas bipartidarios es que, en tanto que uno de los dos partidos se inclina hacia la centroizquierda, el otro oscila hacia la centroderecha. Mientras la centroizquierda se caracteriza por enfatizar el papel del Estado en la economía y por obedecer a una estrategia distribucionista, la centroderecha apela al mercado y piensa en la inversión. Para tomar un solo ejemplo: los demócratas norteamericanos se ubican en la centroizquierda y los republicanos norteamericanos en la centroderecha. Ambas inclinaciones son, en definitiva, complementarias, porque los países requieren una dosis de Estado y otra dosis de mercado, un tiempo de distribución y otro de inversión.
Hay varios puntos para resaltar en estas afirmaciones. El primero, y el fundamental, es la inadecuada costumbre del autor a universalizar aquello que no es más que el producto de una coyuntura histórica particular. En este sentido, Grondona se refiere a un ‘rasgo común de los sistemas bipartidarios’ como si una experiencia histórica puntual, que ha sido la tensión entre liberalismo y socialismo durante el siglo XX, estuviera condenada a reproducirse ad eternum. Es justamente esta recurrencia entre la centroizquierda y la centroderecha la que ha limitado la profundización de políticas más radicales. Pero esto no debería significar que las políticas radicales sean cualitativamente inferiores a las políticas de centro. Es posible imaginar sociedades (y las últimas elecciones nacionales representan un primer acercamiento a ello) donde la balanza se vuelque hacia un bipartidismo de centroizquierda. La Argentina, de hecho, ha apuntado en esta dirección desde la llegada del peronismo al poder, y sólo gracias a la recurrente intervención de las dictaduras militares pudo la derecha conservadora cooptar el poder (hasta la llegada de Menem, claro).

De lo anterior se extrae que no existe nada que permita suponer que las sociedades necesitan una dosis de centroizquierda y una dosis de centroderecha, o como indica Grondona: “una dosis de Estado y otra dosis de mercado.” La oposición justicialismo-radicalismo en la Argentina lo desmiente. Por su parte, la experiencia de las últimas décadas pone de manifiesto que no es posible liberar el mercado sin hacerlo colapsar. En todo caso, lo que las sociedades necesitan son gobiernos que las representen y las respeten, y que, por ende, no se sometan a los mercados. La crisis argentina (pero también la estadounidense y la europea) permite asegurar que un mal uso del Estado nunca es tan pernicioso como cuando se entrega a los caprichos del libre mercado. Ahora bien, cuando una sociedad identifica en el libre mercado al patrón recurrente de sus males históricos, no debería sorprender que se vuelque hacia el espectro político que asegure un mayor control de las variables económicas. Y en este caso, es posible imaginar el surgimiento de un bipartidismo que rompa con los esquemas estáticos que maneja el profesor Grondona. Ya ha ocurrido en la Argentina, y pareciera volver a ocurrir. Pero ya llegaremos a este punto.

Punto 3: Pero, si esto no fue bipartidismo, el bipartidismo ¿qué es?

Por lo pronto, si nada es estático en política, es justo que Grondona admita que los bipartidismos están abiertos al cambio. En este sentido señala:
Cabe anotar que a veces un "viejo bipartidismo" admite la aparición de un tercer partido como un paso intermedio en dirección de un "nuevo bipartidismo". Así pasa, por ejemplo, en Uruguay, donde el Frente Amplio ha venido a terciar con los tradicionales partidos colorado y blanco, a la espera de que alguno de éstos ceda su lugar a un bipartidismo frenteamplista-colorado o frenteamplista-blanco, en una evolución similar a la que está completando el Reino Unido, que pasó del tradicional bipartidismo conservador-liberal al nuevo bipartidismo conservador-laborista, pero aún retiene un residuo liberal, que es la porción minoritaria de la coalición conservadora-liberal que hoy lo gobierna.
Esta curiosa aceptación por parte del autor de las limitaciones de su esquematismo podrían llevarnos a preguntar: si el bipartidismo fluctúa, ¿es posible hablar del bipartidismo como un sistema? Tal vez, lo que tengamos en realidad sea partidos mayoritarios de fuerza variable, que por momentos lograrían monopolizar la representatividad de las mayorías, pero que en cualquier momento podrían perderla. La relativa calma macroeconómica de los Estados Unidos desde la Segunda Guerra Mundial, y los constantes embates de las políticas extranjerizantes en la Argentina, podrían servir de explicación para la estaticidad de las fuerzas políticas en el primero y para la mayor fluctuación de las del segundo. Igualmente, es justo decir que la constante renovación de partidos políticos en la Argentina no ha impedido que nuestra política estuviera monopolizada por dos fuerzas sobresalientes durante gran parte de su historia. A menos que borremos las largas décadas de oposición entre la URC y el PAN, y, más tarde, entre la UCR y el PJ, no es posible comprender la siguiente afirmación del autor:
Con sutiles variaciones, éste [el bipartidismo] es el formato de las democracias avanzadas de nuestro tiempo. Un formato que la democracia adolescente de los argentinos todavía no ha alcanzado.
Pero el autor va más allá, preguntándose:
¿Por qué nuestro país soporta aún un grado de desarrollo político menor no sólo que los principales países europeos, sino también que naciones vecinas como Uruguay, Brasil, Chile o Colombia? Porque nuestros dos partidos históricos, el peronista y el radical, no consiguieron implantar el bipartidismo al que estaban llamados.
Evidentemente, Grondona anula la historia. El radicalismo y el peronismo sí han sido con claridad las dos fuerzas políticas más convocantes en la segunda parte del siglo XX; si su oposición no prosperó con regularidad, no ha sido a causa de ellos mismos, sino de los distintos períodos dictatoriales y proscriptivos que imponían los herederos del ya desarticulado partido conservador. Es de más curioso que Grondona no se percate de esta peculiaridad del bipartidismo argentino, dado su abierto apoyo a los gobiernos de facto; pero no nos detengamos en esto.

Tengo la impresión de que, cuando el autor niega la existencia de un bipartidismo nacional, en realidad dirige su mirada únicamente hacia el atomizamiento partidario que siguió a la década del noventa y, muy particularmente, a la crisis del 2001. Es tal vez la volatilidad de estos partidos post-crisis lo que asuste al profesor; pero esta volatilidad es el signo lógico de una democracia en transformación. De hecho, no sería imposible esperar mayor volatilidad política tanto en los Estados Unidos como en Europa si la crisis prospera en favor de los mercados y en detrimento de la sociedad. Una vez más, el caso español basta como ejemplo: tras las elecciones, son 13 los partidos que detentan bancas en el Congreso, y 7 en el Senado, lo que significa tres nuevas fuerzas políticas ingresando al Congreso, y una al Senado. Por su parte, seis más han sido los partidos que presentaron candidatos a presidente en comparación con las elecciones de 2008. Estos datos dejan entrever que las crisis desnudan las limitaciones del bipartidismo, precisamente porque son los bipartidismos los que permiten la creación de un ‘status quo’ político y económico que las crisis (cuando no los gobiernos de facto, como ya señalamos) vienen a echar por tierra.

Pero hay más aún, el profesor Grondona continúa su argumentación señalando las razones por las cuales, a su entender, los dos partidos históricos de la Argentina no lograron instalar el bipartidismo:
El peronismo, porque sus ansias de dominación fueron excesivas. El radicalismo, porque no logró ubicarse como "el otro gran partido" de los argentinos.
Pero si el radicalismo fue el gran partido popular de la primera mitad del siglo XX y llegó a vencer al justicialismo en dos oportunidades desde la vuelta de la democracia, pensar que no logró ubicarse como el “otro gran partido de los argentinos” es, en el mejor de los casos, aventurado. En el peor de los casos, es simplemente irrisorio. Pero no menos irrisorio es suponer que una fuerza política peca cuando sus ansias de dominación son excesivas. ¿Cómo definir este exceso? En el caso del peronismo, esto simplemente podría significar que el PJ ha sabido ser el único partido histórico que logró rearmarse tras la crisis política del 2001, mientras que la UCR aún sigue pugnando por algunas migajas en un nuevo y cada vez más complejo escenario político.  Para Grondona, sin embargo, el pecado del justicialismo ha sido otro:
En el peronismo, las ansias de dominar sin límites la vida política se manifestaron en el vicio del reeleccionismo. Cuando la República Argentina vivió su hora más esplendorosa, entre 1853 y 1930, ninguno de sus grandes presidentes fundadores, desde Urquiza hasta Roca, pretendió la reelección consecutiva. Esta costumbre fundacional se interrumpió en 1949, cuando Perón impuso una reforma constitucional que contemplaba su reelección indefinida. Después de él, el reeleccionismo peronista volvió primero con Carlos Menem y después con los esposos Kirchner. Estos, en lugar de retornar abiertamente al reeleccionismo de Perón, instalaron una fórmula original del poder sin fin, que dio en llamarse la "alternancia conyugal", en función de la cual Néstor y Cristina Kirchner pretendieron sucederse uno al otro mediante una rotación incesante. La muerte de Néstor Kirchner cuando pretendía suceder a Cristina en la Presidencia en 2011 como ella lo había sucedido en 2007 interrumpió este proyecto dinástico de poder y reabrió el horizonte republicano.
Es por lo menos curioso que, tras idealizar a las democracias europeas y estadounidense, Grondona cuestione el sistema de reelección que prospera tanto de uno como del otro lado del Atlántico. También es curioso que Grondona, el mismo que instó públicamente a votar por un tercer mandato de Menem, muestre ahora pruritos al respecto. En todo caso, si bien los personalismos suelen ser dañinos para la democracia, también es cierto que la debilidad institucional que generan los mandatos discontinuos suelen redundar en un mayor poder para los grupos económicos, que pueden entonces ejercer su interesada presión sobre los gobiernos de turno. En cuanto a la estrategia ‘dinástica’ del matrimonio Kirchner, quedará, como no puede ser de otro modo, en el terreno de las especulaciones. Allí la dejaremos.

Punto 4: Aferrarse a lo inexistente para negar la realidad

De los errores radicales, Grondona nos dice:
Sin abandonar el espíritu republicano como lo habían hecho los peronistas, los radicales cometieron su propio error cuando, a partir de la victoria inaugural de Perón en 1946 en nombre de una nueva "centroizquierda", en vez de mantenerse en la centroderecha de un Alvear pretendieron vencer al peronismo con su propia centroizquierda en nombre de Yrigoyen; colocaron así al país en la situación insólita de no tener una centroizquierda y una centroderecha como el resto de los países bipartidistas, sino dos centroizquierdas en competencia entre sí. Prueba de que esta pretensión "progresista" del radicalismo aún persiste es que, cuando Cristina autorizó el extravío de Guillermo Moreno al intervenir autoritariamente en el mercado de cambios, Ricardo Alfonsín salió a apoyarla de inmediato.
Creo haber abundado ya en torno a la posibilidad de un bipartidismo de centroizquierda. Esta estrategia, lejos de perjudicar al radicalismo, lo convirtió durante muchos años en una opción válida para una sociedad que había sido hondamente transformada por las políticas de inclusión del peronismo. Pero más allá de esto, vale la pena insistir en que, lejos de representar una incoherencia, el bipartidismo de centroizquierda es el producto del largo debilitamiento de la derecha en la Argentina, un debilitamiento que se fue nutriendo del histórico destrato que esta ala política ha tenido para con las clases mayoritarias, así como de su inexcusable responsabilidad en la crisis económica tras el decenio neoliberal. Ante esta realidad, no debe sorprender que en las últimas elecciones, cuando el radicalismo se repliega contra su propia voluntad, sea el socialismo aliancista de Binner la nueva fuerza política de relevancia. La sorprendente elección de Binner no debería ser leída como una redundancia ilógica de nuestro sistema político, sino como la expresión de un marcado interés de las mayorías por una representatividad que no los devuelva a las tristes experiencias que llevaron al 2001. Hay que entenderlo: por lo menos hoy, la mayoría de los argentino desconfía, mucho y con razón, de la derecha. Hay aquí un claro ‘aprendizaje’ político, que el profesor Grondona interpreta como ‘error’. Pero el único elemento de que cuenta para llegar a esta conclusión es la experiencia de países que, hasta el momento, han venido persistiendo en el error. Y de esto da cuenta la crisis política y social que crece en su seno. 

Ahora bien, aún cuando lo anterior pudiera haber dejado en claro en qué situación se encuentra el bipartidismo argentino, Grondona prefiere ver lo siguiente:
Dos acontecimientos recientes han reabierto las posibilidades del bipartidismo en la Argentina. El primero de ellos es que, al margen de la excepción insostenible de la furia cambiaria de Moreno, Cristina parece girar desde el agresivo populismo de izquierda del cual venía hacia una centroizquierda moderada. Lo prueban su embestida contra los gremialistas de Aerolíneas Argentinas -una embestida de la cual exime, todavía, a Mariano Recalde y La Cámpora, que son los responsables de la quiebra virtual de la compañía-, su intento de racionalizar la "fiesta" preelectoral de los subsidios y el freno que quiere ponerle al alza incontenible de los salarios. Todas estas medidas, que ella ha defendido en sus últimos discursos urgida por nuestra novedosa estrechez económica, indican cierto desplazamiento de la Presidenta de la izquierda populista a una centroizquierda más racional, más próxima al "centro". Lo cual es lógico no sólo desde el punto de vista económico sino también desde el punto de vista político ya que, habiendo venido el amplio respaldo electoral que ella obtuvo el 23 de octubre de la clase media que antes no la seguía, para conservar este nuevo apoyo necesita moderarse. ¿En competencia con quién? Precisamente con la centroderecha de Mauricio Macri, el único opositor que ha quedado en pie.
Dejaré de lado las apreciaciones del profesor Grondona sobre el desplazamiento ideológico de la presidenta. Básteme señalar que no todo es blanco o negro y que hay gobiernos que evidentemente plantean dificultades a la hora de catalogarlos desde encuadres predeterminados. Para no desviarme demasiado del tema central, me quedaré con la última (y curiosa) afirmación. Para Grondona, Macri es el “único opositor que ha quedado en pie.” Llama poderosamente la atención que Macri, quien ni siquiera fue parte de la puja electoral por la presidencia, y que continúa al mando de un partido de orden municipal, pueda ser calificado de este modo. Más aún, cuando ha quedado claro en las últimas elecciones que la segunda fuerza ha sido el socialismo de Binner. Entonces, ¿por qué Grondona dice lo que dice?

Uno podría suponer que, para un hombre de derecha como él, ensalzar a Macri es más conveniente que hacerlo con Binner. Sin embargo, creo entrever que hay algo más. El autor sólo entiende a la oposición como un reflejo de los opuestos en el espectro político. Como ha quedado claro durante toda su argumentación, sólo la derecha está habilitada para oponerse a la izquierda. En su estrecho marcho de análisis, no puede interpretar las sutiles pero efectivas diferencias entre distintos sectores de izquierda como diferencias de relevancia política. Y a la par, se rehusa a aceptar que la derecha no sea parte del juego de oposiciones primordiales para la sociedad argentina. Es por esto que desestima o directamente omite mencionar al socialismo y sus aliados. Aferrarse a la figura de Macri podría ser válido si lo que se propusiera fuese ver en Macri, único personaje de la derecha indemne tras las elecciones, como futuro aglutinador de los intereses de este sector político. Pero de ahí a interpelar a esta figura como ‘única oposición’ hay un largo trecho. Las elecciones, por lo menos, han dejado en claro que al día de hoy es el socialismo la fuerza con más chances de ocupar el sitial opositor dejado por el radicalismo y el fraccionado peronismo disidente.

Finalmente, la conclusión del autor no hace más que reforzar su particular lectura de la argentina postelectoral:
Que tanto Cristina como Mauricio compitan por seducir a los argentinos situados en el "centro" abre una perspectiva promisoria para el bipartidismo. El hecho de que Cristina gradúe el populismo mientras Mauricio ocupa la centroderecha como no supo hacerlo el radicalismo apunta hacia un horizonte del que habíamos carecido: la de dos partidos que viajan desde la izquierda y desde la derecha hacia ese "centro" que les promete la victoria. Si este diagnóstico se confirmara, nuestro país se acercaría a la configuración bipartidista de los países políticamente desarrollados, una configuración de la que hasta ahora no habíamos disfrutado, sin que importara a partir de este cambio fundamental quién ganara en 2015, ya que el bipartidismo no es un episodio, sino un sistema destinado, como tal, a perdurar a lo largo del tiempo.
Ya me he encargado de rebatir buena parte de las afirmaciones que reaparecen en este párrafo final. Permítanme entonces enfatizar una vez más el hecho de que el autor, que se propone desde el comienzo analizar el bipartidismo argentino, decida llanamente omitir mencionar (siquiera de pasada) la novedosa presencia de Binner en el panorama político para los próximos años. Quien se niega a ver una realidad tan evidente, es probable que poco pueda ver las realidades verdaderamente complejas que presenta la política nacional.

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