26/11/11

Refutación 2: De nacionalismos y soberanías (de Hernán Brienza)

En su artículo ‘De nacionalismos y soberanías’, el politólogo Hernán Brienza traza una interesante semblanza de la construcción del nacionalismo hecha a lo largo de los gobiernos kirchnerista, construcción que se inicia con el apuntalamiento de la autoestima nacional y culminaría con la apelación a la responsabilidad ciudadana y política. En palabras del autor:

“En las últimas semanas, la presidenta le ha dado una vuelta de tuerca al concepto de identidad colectiva. (…) Ya no se trata de celebrar la autoestima y el orgullo, ahora se trata de asumir responsabilidades.”

En su argumentación, sin embargo, el autor vuelca al pasar conceptos en apariencia positivos que son, por lo menos, de dudosa carga ideológica. De ellos me encargo a continuación.

Punto 1: La tiranías de las masas o la verdadera pluralidad


Al describir la concepción ‘kirchnerista’ de soberanía como referida a “la política, a la economía, [a] lo cultural,” Brienza concluye:

“Un pueblo es soberano cuando su gobierno representa el interés de las mayorías y no el de las minorías.”

Este axioma no hace otra cosa que expresar el sentido común de una visión democrática restringida y, a su tiempo, elitista. Pensar que la democracia no es más que el interés de las mayorías acerca nuestro sistema político al sarcasmo borgeano que lo definía como “un abuso de las estadísticas.” O a la “tiranía de las masas” de Tocqueville. La democracia bien entendida y plural (palabra que Brienza reutiliza concienzudamente, por cierto) debe ser un campo de tensión donde todas las voces, aún las minoritarias, puedan expresarse y obtener respuesta a sus intereses. Creo suponer que el autor identifica las minorías con el poder económico y las mayorías con las clases trabajadoras. Esta identificación, que puede funcionar en el plano económico, se torna riesgosa cuando se la traslada a los planos políticos y culturales (aquellos otros planos que también constituyen la definición de ‘soberanía’ defendida por el autor).


Trasladada al plano cultural, por ejemplo, la tiranía de las masas hubiese deshabilitado la promulgación del casamiento homosexual. Del mismo modo que deshabilitaría, con seguridad, la despenalización del aborto. Lo que la democracia bien entendida debería posibilitar es el respeto y la defensa de todas sus partes, mayoritarias o minoritarias. Es en el momento en que los derechos de unos y otros se entrecruzan y chocan, cuando la democracia y los gobiernos deben mediar, no sin tensiones y conflictos, por supuesto. La democracia, tan justa y tirana como es, siempre mediará por la mayoría. Son los gobiernos los responsables de equilibrar las fuerzas sociales y mediar entre ellas. ¿Por quién deben inclinarse los gobiernos? Entre mayorías y minorías, yo elijo a los débiles (huelga decir, siempre en un marco de legalidad). Habrá veces en que los débiles constituyan las mayorías, otras en que sean las minorías. Lo que los gobiernos no pueden permitirse es ignorar y condenar a estas minorías a la desaparición, porque esto atentaría contra la pluralidad bajo la cual hoy en día (y, afortunadamente,) se concibe a la democracia. Si se me permitiera reformular el axioma de Brienza, diría:

“Un pueblo es soberano cuando su gobierno media entre el interés de todos, sin dejar de ponerse nunca del lado de los débiles.”

Sobran ejemplos de que este gobierno, el gobierno que Brienza defiende, ha hecho de la acción gubernamental precisamente esto, no una tiranía de las masas, sino una mediación entre intereses complejos y plurales.

Punto 2: Hacerse cargo sin ser guardián de nadie

Al referirse al pedido de la presidenta de responsabilidad social por parte de los empresarios, Brienza lo define como una apelación dirigida:

“no a ese concepto higiénico de beneficencia vertical, que limpia la conciencia de un industrial que se hace cargo de ‘cuidar’ tal o cual plaza porteña, sino del ‘acerse cargo del otro’, en términos bíblicos –recuerden las palabras de Caín a Jehová-, de convertirse en ‘guardianes de sus hermanos’.”

Hay en esta referencia bíblica final dos puntos que merecen ser tratados. El primero es la llana evidencia de que la Biblia no dice aquello que el autor desea hacerle decir. Releyendo las palabras de Brienza, uno es dado a entender que la Biblia sugiere ‘hacerse cargo del otro’, o volverse ‘guardianes de sus hermanos’. En realidad, el viejo testamento narra el momento en que Dios, que no logra dar con Abel por ningún lado, consulta a Caín. Éste, que acaba de dar muerte a su hermano, responde buscando eludir la mirada inquisidora de Dios: “No lo sé. ¿Soy acaso el guardián de mi hermano?” (Gén 4:9)

Es más, el término ‘guardián’, que en otras versiones de la Biblia es traducido como ‘guarda’ o (en las versiones inglesas) ‘keeper’, equivalente a ‘cuidador’, es ya de por sí conflictivo. Y aquí es donde la referencia del autor, más allá de su interpretación del texto religioso, se hace también acreedora a una pequeña reflexión. ¿Desde qué lugar puede un industrial o un empresario ‘hacerce cargo’, ‘convertirse en guardián’ de los otros? La tarea de guardián, guarda o cuidador requiere, en principio, de una posición de autoridad. Sólo una figura de autoridad (entiéndase ‘autorizada’, no ‘autoritaria’) puede ocupar este rol. Conviene entonces revisar el sustento lógico que daría autoridad a un empresario en relación con el resto de la comunidad. La interpretación de Brienza parece suponer que es el poder económico lo que autoriza frente a otras personas; pero esta lógica esconde una visión economicista y capitalista de la autoridad. La autoridad es otorgada a aquél que es ‘bueno’, que es ‘mejor’ dentro de los cánones de un régimen económico capitalista, es decir, quien más tiene. La más somera consideración de esta lógica deja al descubierto una visión de la autoridad que se opone a la lógica democrática, e incluso a la lógica humanista basada en la sabiduría. Es mi parecer que ‘hacerse cargo del otro’, tal como propone Brienza, no debería equivaler a convertirse en su ‘guardián’. Hacerse cargo del otro debería ser asumir responsabilidades que son el producto de una relación recíproca entre ciudadanos. La responsabilidad social no surge de la autoridad frente al otro, sino de reconocer que una sociedad progresa cuando todos sus integrantes progresan, y que el bien individual se encuentra íntimamente ligado al bien social. Claro que no es fácil convencer al empresariado de esto. Tal vez sea más sencillo apelar a su sentido de autoridad moral. Pero, en todo caso, este sentido es inexacto, y pernicioso por los valores que encarna.

Una vez más, creo que no ha habido otro gobierno durante el cual esta reciprocidad entre sectores sociales otrora distanciados haya quedado más en evidencia. Clara muestra de ello es el apoyo dado al gobierno (tardío y con reparos, pero apoyo al fin) por buena parte de una clase empresaria que se ha visto beneficiada sin dudas con una política de distribución dirigida al consumo.

Punto 3: Los fantasmas asustan pero no nos iluminan

El artículo de Brienza finaliza con un recuento del relato ‘El perro que vio a Dios’, de Dino Buzzati, y que se emparienta profundamente con ‘Un cuento de Navidad’ de Dickens. En ambos casos, los autores utilizan la figura del fantasma que llega del más allá para apelar a la conciencia de los corruptos seres humanos. En el cuento de Dickens, quien recibe las visitas es un cruel y mezquino millonario. En el de Buzzati, toda una corrupta comunidad. Más allá del esfuerzo no siempre exitoso de utilizar este último relato como metáfora de la relación entre los ciudadanos y la patria, tengo la impresión de que Brienza vuelve a caer en la defensa inconsciente de causas cuestionables. En este caso, el autor propone la metáfora de la patria como fantasma que pesa sobre nuestras conciencias, interpelándolas y convirtiéndonos en mejores personas. Esta patria fantasmal que nos reclama buenas acciones me remite con demasiada facilidad al ojo inquisidor y vigilante al que hace referencia Foucault, para quien la mirada vigilante de la autoridad puede acabar por ser interiorizada, hasta el punto de que uno termina vigilándose a sí mismo.

Como sucedía con la noción de ‘guardián’, Brienza vuelve a situar su ética patriótica en el marco de una relación con la autoridad. En este caso, se trataría de una autoridad no física, una autoridad fantasmal, interiorizada como un ojo que se autocensura, pero autoridad al fin. Una vez más, esta salida ética carece de una verdadera toma de conciencia sobre la realidad y los beneficios de actuar solidariamente. Si antes la solidaridad parecía ser el camino de quien se siente con autoridad, ahora es el camino de quien teme a la autoridad. Ambas opciones pueden funcionar, claro, pero no son deseables. Sin verdadera toma de conciencia, no hay solidaridad que pueda reproducirse en el tiempo. La solidaridad sostenida en la autoridad se alimenta de poder o de temores; una vez agotados, ¿qué nos queda? Propongo repensar las razones que nos deben llevar a actuar solidariamente dentro de una comunidad. Nuevamente: no ha habido otro momento histórico en que haya quedado más claro que el trabajo y el esfuerzo conjunto redunda en un beneficio comunitario.

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