23/9/12

REFUTACIÓN 8: “Señora Presidenta, le voy a decir algo…” (a Nelson Castro)


Hacía un buen tiempo que no volvía a este ejercicio de refutación, pero no puedo negar que me sublevan las fragilidades argumentales y los razonamientos falaces. Y si bien es cierto que me he acostumbrado a la vaguedad lógica de Nelson Castro, cuyos programas no suelo rehuir, en esta oportunidad sus palabras me llegaron a través de un medio que me impulsó a responder. El periodista Castro acostumbra cerrar su programa de cable con palabras (y consejos) dirigidos en primera persona hacia la presidenta. Estas palabras no suelen ser más que espacios para la catarsis personal del periodista, donde suele primar la emoción por sobre la argumentación, una argumentación que, de existir, se mueve siempre en los parámetros simplistas que ofrecen los binomios a los que más suele recurrir: lo ético y lo no ético, lo legal y lo no legal, lo institucional y lo no institucional. Frente a la complejidad y a los matices de la realidad, Castro acostumbra a pasar de largo. Esta vez no ha sido diferente.

La diferencia tal vez radique en la sorpresa que supuso encontrar su simpleza y su emocionalidad erigida por otros como estandarte de la lógica argumentativa y retransmitida en una cadena de mails como si de sabias verdades se tratara. A estas verdades me dedicaré en los largos párrafos que siguen. Como siempre, notarán, contraargumentar es tarea mucho más ardua e ingrata que argumentar flácidamente. Pero nadie dudará de la gratificación que acompaña todo acto pensante y reflexivo, más aún cuando su objeto no es otro que develar las flaquezas que acompañan a la apariencia de pensamiento.

Saber dónde nos paramos

El fragmento en cuestión esta vez es un video del 9 de agosto de este año, donde el periodista amonesta a la presidenta horas después de que ésta denunciara a Marcelo Bonelli, colega de Castro, durante una cadena nacional.

Detrás de un videograph que lee “El ataque de Cristina a Bonelli,” Castro comienza su segmento solidarizándose con el periodista de Clarín y calificando las palabras de la presidenta como “algo brutal.” De entrada, tratar el hecho como un ‘ataque’ y solidarizarse con el supuesto atacado comienza por situar a Bonelli en el rol de víctima y a la presidenta en el de victimario. Estos roles asignados por Castro no son ingenuos y ayudan a estructurar toda su argumentación. Es por esto que, antes de continuar sobre sus palabras, conviene recordar en qué consistió el discurso presidencial y evaluar desde qué lugar es posible adherir o cuestionar los roles otorgados por el periodista.


En aquella cadena nacional que tanto dio que hablar, la presidenta daba a conocer que la mujer del periodista Mariano Bonelli había cobrado 250 mil pesos anuales de la empresa Repsol/YPF en concepto de servicios no especificados, lo que significaba un millón de dólares desde el año 2008 hasta el cese del contrato. Sin explicitarlo, la presidenta daba a entender que la mujer de Bonelli podría haber actuado como testaferro del periodista, recibiendo haberes a cambio de un lobby periodístico. En este sentido, la presidenta se animaba a acusar al periodista de escribir artículos desestabilizadores basados en hechos falsos movido por el rencor tras la caída de esos contratos. 

Ahora bien, si consideramos que las declaraciones de la presidenta estaban basadas en datos ciertos, éstas ya no podrían ser leídas como ‘ataque’, sino que deberían ser presentadas como ‘acusación’ o ‘desenmascaramiento’. Nótese la diferencia. Desde esta percepción, el rol de Bonelli pasaría de ‘víctima’ a ‘embaucador’ (algunos kirchneristas hablarían incluso de ‘traición a los intereses nacionales’). La lectura que propone Castro, en cambio, sólo puede sostenerse si se parte del sobreentendido de que la presidenta miente. Y esto es lo que supone Castro cuando se solidariza con el periodista Bonelli. Desde el inicio de su argumentación, Castro opta por descreer de la presidenta. Y está en su derecho, claro. Después de todo, Castro habla pocas horas después de la cadena nacional y de que el propio Bonelli hiciera su primera descarga televisiva en Telenoche, y prometiera refutar “punto por punto” las acusaciones presidenciales en su columna del diario Clarín. 


El problema es que la refutación punto por punto de Bonelli es una repetición casi textual de sus magras palabras en Telenoche, donde el periodista aseguraba que todos sus ingresos estaban en blanco y que habían sido declarados a la AFIP. Sin embargo, como se notará, la presidenta no lo había acusado de no tener sus cuentas en limpio y declaradas, sino de cobrar un millón de dólares a cambio de un lobby mediático. En su artículo escrito, toda la descarga de Bonelli ante esta acusación se reduce a lo siguiente:
“También [están declarados] los [ingresos] de mi esposa, quien realizó tareas en YPF a fines del 2007 desarrollando su profesión de profesora nacional de inglés. Para la Presidenta eso, trabajar, es un delito.”
Sin pretender desmentir a Bonelli, debemos admitir que resulta curioso que un periodista que dispone de acceso a las fuentes necesarias para sostener sus dichos, entregue una respuesta tan tibia y flaca en evidencia. O que no aclare por qué un contrato de cuatro años para dar clases de inglés figuraba como servicios no especificados.

Nótese que en definitiva, Bonelli admite la relación contractual de su familia con la empresa cuyos intereses defendía, sólo que rechaza que sea esta relación la razón que movilizaba su constante defensa a los intereses empresariales. Sin mayores evidencias de ambos lados, la toma de posición sobre quién miente, si es Bonelli o es la presidenta, parece descansar en el ámbito de la fe. La duda, saludable estadio intelectual, no parece una opción para ninguna de las partes. Castro, ante este dilema, tiene la fe puesta en su colega sin siquiera considerar la posibilidad de que las acusaciones presidenciales sean ciertas. Y es este posicionamiento basado en una fe a prueba de toda duda lo que subyace tras una argumentación que, como iremos viendo, transita varias de las formas de la falacia.

Sutiles diferencias que crean sentido

Tras su inicial solidarización con Bonelli, Nelson Castro continúa:
“En este marco, la presidenta dijo que a ella le gustaría llevar adelante un proyecto de ley de ética pública para juzgar a los periodistas”
Reléanse estas palabras y trátese de apreciar la sombra de persecución que parece próxima a caer sobre el periodismo de acuerdo a la percepción de Castro. Y a continuación, repásense las palabras originales de la presidenta en aquella cadena nacional:
“Yo digo que debería haber una ley en la república argentina que obligara, así como nos obligan a los funcionarios públicos a declarar nuestros bienes (y está muy bien que los declaremos y que sean públicos)… Al primer poder, que es el poder ejecutivo y sus funcionarios; al segundo poder, que es el poder legislativo y también lo debe hacer; al tercer poder, que son los jueces y que también hacen sus declaraciones juradas (más allá de que no pagan impuestos –de ganancias, me refiero)… El cuarto poder, por lo menos debiera publicar de qué empresas reciben dinero, quién les paga… Para que cuando leamos un artículo, sepamos…” 
Como se ve, la presidenta proponía una ley que obligara a los periodistas a declarar de quiénes reciben dinero. La razón parece simple: transparentar los intereses que se mueven detrás del periodismo (porque sí se mueven intereses detrás de los periodistas; sería ingenuo negarlo). Sin embargo, en ningún momento se habla de ‘llevar adelante un proyecto de ley’, ni de una ‘ley de ética pública’, y mucho menos de ‘juzgar’ a periodistas, que es todo lo que señala Castro.

La diferencia no es menor. El ‘debería haber una ley…’ pronunciado por la presidenta se articula en la esfera de ‘lo deseable’, mientras que ‘llevar adelante un proyecto de ley…’ (tal como traduce Castro) se mueve en la esfera de ‘lo proyectado’. De lo deseable a lo proyectado hay una distancia importante. Si la ley deseada por la presidenta ya estuviese proyectada, entonces sería lícito hablar del riesgo institucional que podría suponer que el gobierno intentara ajustar la legislación de acuerdo a las necesidades coyunturales de un caso particular. Pero lo cierto es que no es esto lo que señala la presidenta. Del mismo modo, al imaginar una ‘ley de ética pública’ nunca referida por la presidenta, Castro anticipa posibles sanciones judiciales, es decir, la posibilidad de llevar a juicio (de ‘juzgar’, como él dice) a los periodistas que no la cumplen. Todos estos términos que en boca de Castro crean la imagen de una potencial persecución no se condicen con el sentido de las palabras de la presidenta que, bien leídas, no hacen más que reclamar ‘transparencia’ al sector periodístico.

Que un periodista como Castro, usualmente asociado con el discurso ético e institucional, subvierta un pedido de transparencia y lo convierta en una proclama persecutoria deja algunos interrogantes. O Castro interpreta erróneamente a la presidenta, o tergiversa intencionalmente sus palabras. Para nuestro propósito, lo mismo da. Nos basta con comprobar cómo lo que acaba primando es la inconsistencia de argumentos. 

El agumento vs. el argumentador

Cuando al fin Nelson Castro inicia su interpelación personal a la presidenta, lo hace a través de una larga cadena cuestionamientos que concluye en una definitiva desacreditación de la presidenta como interlocutora válida en el debate ético. Éstas que siguen son las aparentemente contundentes palabras de Castro:
“Señora presidenta, le voy a decir algo, con todo respeto. Cuando la escucho a usted hablar de ética pública y no explicar cómo se hicieron millonarios con su esposo… Porque la forma como se hicieron millonarios deja tantos agujeros, que motivó que alguna vez cuatro supervisores de la AFIP tuvieran que ir a hablar con su contador para arreglar una declaración que no cerraba ni de casualidad… Cuando la escucho a usted hablar de ética pública, cuando tiene a su lado a un vicepresidente a quien empresarios han escuchado llamar, por parte de gente de su gobierno como ‘el chorro’… Cuando la escucho a usted hablar de ética pública, en un gobierno en el cual los funcionarios, ministros y demás se han hecho ricos de una manera impresionante, pocas veces vista… Cuando la escucho a usted hablar de ética pública en la televisión a los periodistas (y soy el primero en interesarme por los hechos de corrupción de nuestra profesión; porque la quiero, y los hechos de corrupción son importantes y útiles porque hacen mejor a nuestra profesión <sic.>); pero cuando después veo cómo actúa su gobierno, que dedica millones en publicidad oficial para sostener a los medios aduladores; cuando veo que se enriquece gente a través de eso, y usted no dice ni ‘mu’... Cuando la escucho a usted hablar de ética pública en un gobierno que prefiere destinar plata para Fútbol para Todos en vez de pagarles a los jubilados lo que les corresponde… Cuando escucho a usted hablar de ética pública desde un gobierno que no respeta a la justicia, que aprieta a jueces, que busca la suma del poder total… Qué quiere que le diga Señora Presidenta. Escucharla a usted hablar de ética pública es, si me permite y con todo respeto, tan disparatado como poder haber pretendido que Judas hablara de lealtad.”
Ya iremos desgranando punto por punto cada una de las distintas acusaciones que Castro encadena con la lógica del leitmotiv, al tiempo que revisaremos la solidez argumental de cada caso. Pero aún antes de empezar, se impone una consideración general a la lógica de la argumentación en sí, que la descalifica desde el vamos. Concentrémonos para esto en los extremos del discurso de Castro, ya que un fragmento nos basta para mostrar la clave de la debilidad lógica de toda la diatriba del periodista:
“Señora presidenta, le voy a decir algo, con todo respeto. Cuando la escucho a usted hablar de ética pública y no explicar cómo se hicieron millonarios con su esposo (…) Qué quiere que le diga Señora Presidenta. Escucharla a usted hablar de ética pública es, si me permite y con todo respeto, tan disparatado como poder haber pretendido que Judas hablara de lealtad.  ”
Veamos. En este fragmento optamos por concentrarnos en la acusación por enriquecimiento ilícito, pero lo mismo valdría para cualquiera de las otras acusaciones. El punto es que existe una falacia argumental que se cuenta entre las menos imaginativas y las más utilizadas en televisión, y que consiste en atacar a quien argumenta en lugar de hacerlo con su argumentación. Establezcamos que estamos en todo nuestro derecho a dudar sobre los modos en los que la presidenta se ha enriquecido, y sobre la imparcialidad del juez que tuvo en sus manos la causa por enriquecimiento ilícito y que acabó sobreseyendo al matrimonio Kirchner allá por el 2009. El problema es que nuestras dudas sobre la riqueza presidencial no inhabilitan a la presidenta a reclamar transparencia periodística. Podemos pensar lo peor acerca de la honestidad de la presidenta, pero lo que se pone en discusión a partir de la cadena nacional no es su honestidad, sino los intereses económicos que se mueven detrás de la fachada de neutralidad de buena parte del periodismo.

Atacar a la presidenta, como hace Castro, no es anular sus argumentos, sino esquivarles el bulto, rehuirles. Por qué razón rehuirá Castro una discusión que atañe nada menos que a la ética de su profesión (justamente él que suele hacer hincapié en los planteos éticos), es algo que habrá que explicar apelando a su ignorancia de las reglas básicas de una argumentación lógica, o a su abierta repulsión hacia todo planeo kirchnerista, más allá de la racionalidad o coherencia del mismo. Aparentemente, a Castro parece moverlo menos la consistencia del argumento presidencial que su rechazo de lleno a todo lo que provenga de un núcleo de poder que el periodista se esfuerza por declarar impuro. De otro modo, cuesta explicar su renuncia al debate. 

Lo más interesante del caso es que Castro no sólo rehuye el tema central del debate, sino que incluso omite toda mención o referencia al caso Bonelli, exculpándolo mediante el silencio y haciendo de cuenta que lo que está en discusión es otra cosa. Pero no es otra cosa lo que está en discusión. No es la riqueza presidencial ni el Fútbol para Todos, ni la larga lista de acusaciones con las que Castro busca hacernos olvidar el punto central del debate. El punto central no es la presidenta, que es lo que Castro propone. El punto central es el periodismo que responde a intereses empresariales sin declararlo. Ese punto es esquivado por Castro, y allí radica la fragilidad fundamental de su discurso. El periodista elabora una fachada lógica que tiene a la presidenta como centro de todas las acusaciones, ocultando (con intención o ingenuidad, cada cual dirá) el verdadero punto del debate: ¿ha sido Bonelli lobbista de Repsol/YPF? ¿Qué opinión le merece a Castro el trabajo del periodismo declaradamente independiente en defensa de intereses corporativos? ¿Es errado pedir el transparentamiento de posibles acciones de lobby mediático? Nunca lo sabremos. Nelson Castro prefiere no discutir estos temas.

Eso sí, el periodista se explaya a gusto en una larga lista de temas ajenos a la discusión planteada en la cadena nacional. Curiosamente, un análisis de estos planteos digresivos no dejan de arrojar interesantes conclusiones. A ellos nos dedicaremos en los puntos que siguen.

Opiniones individuales o verdades reveladas

Veamos cómo se sostienen argumentalmente los distintos cuestionamientos con los que Castro busca socavar la credibilidad de la presidenta. Tras el cuestionamiento a la súbita riqueza presidencial, Castro redirige la atención hacia el caso Boudou:
“Cuando la escucho a usted hablar de ética pública, cuando tiene a su lado a un vicepresidente a quien empresarios han escuchado llamar, por parte de gente de su gobierno, como ‘el chorro’…”
Una vez más, establezcamos nuestro derecho a dudar acerca de la honestidad del vicepresidente. Si este derecho nos asiste a nosotros, simples ciudadanos, no habría razón para que no asistiera también a funcionarios del gobierno. No resulta nada caprichoso suponer que habrá funcionarios que desconfíen del mismo modo en que lo hacemos nosotros. Ahora bien, del mismo modo en que nuestra opinión no es suficiente para condenar a Boudou, tampoco lo es la opinión de la gente del gobierno. Castro parece dar por sentado que si un hombre del gobierno llama a otro ‘chorro’, esto lo convierte automáticamente en tal. Pareciera que por ser parte de un gobierno uno es poseedor de todos sus secretos, inclusos de aquellos que hacen a los actos de corrupción individuales. Éste es un supuesto muy difícil de sostener. La falacia de Castro no consiste en dudar de la honestidad de Boudou (ya dijimos, estamos en nuestro derecho a dudar), su falacia consiste en otorgar a una opinión individual el carácter de verdad revelada, y en hacernos creer, de este modo, que en el gobierno nadie duda de la culpabilidad del vicepresidente. En definitiva, un nuevo argumento construido sobre arena. Pero hay más.

Generalizar lo que es singular, singularizar lo que es generalizado

Continúa Castro:
“Cuando la escucho a usted hablar de ética pública, en un gobierno en el cual los funcionarios, ministros y demás se han hecho ricos de una manera impresionante, pocas veces vista…”
Hay aquí una doble falacia, tal vez disimulada junto a una certeza que nadie se animaría a refutar. La certeza es que la corrupción existe. Bien. Pero veamos qué es lo que Castro nos dice de esa corrupción. Para empezar, el periodista habla de un gobierno en el cual “los funcionarios” se han hecho ricos. Para Castro, no ha sido un solo funcionario, ni dos, ni diez. El uso del artículo determinado no deja dudas: “los funcionarios” son todos. Sin dudas se trata de una generalización difícil de aceptar e imposible de sostener con evidencia concreta, pero efectiva si el objetivo es demonizar al kirchnerismo. Aquí radica la primera de las falacias de Castro. Esto, ciertamente, no significa negar la existencia de funcionarios corruptos. Se cuentan algunos casos paradigmáticos de la gestión Kirchner que aún continúan su recorrido judicial. Pero Castro no parece hacer referencia a estos casos minoritarios; el periodista extiende su acusación a ‘todos’ los funcionarios. Y si no fuese así, costaría entender que describiera el enriquecimiento actual de los funcionarios como una cosa “pocas veces vista”. En la Argentina, por lo menos, todos los períodos políticos han tenido sus renombrados casos de corrupción. Ya sea probados o no, a cualquiera que haya vivido los locos años 90 le vendrá en mente un número de casos de corrupción mayor al de aquellos que han trascendido en la historia más reciente. De modo que el número de casos publicados durante el kirchnerismo en ningún modo se presenta como una excepción, como intenta subrayar Castro.

Existe, eso sí, una problemática cultural, más profunda y arraigada en buena parte de los sistemas políticos occidentales (aunque también en los orientales). La corrupción y el enriquecimiento de los funcionarios públicos exceden al kirchnerismo. Desconocer esta realidad es una bonita forma de estigmatizar a un gobierno en particular, pero poco hace por describir la realidad o por facilitar soluciones al problema. Esta no es más que la segunda falacia sobre la que se construye este fragmento: se presenta a la corrupción, que es uno de los persistentes males de la práctica política en general, como el producto de una forma de gobierno en particular.

La pauta oficial, los medios afines y el silencio de los independientes

Así continúa la diatriba de Castro:
“Cuando la escucho a usted hablar de ética pública en la televisión a los periodistas (y soy el primero en interesarme por los hechos de corrupción de nuestra profesión; porque la quiero; y los hechos de corrupción son importantes y útiles porque hacen mejor a nuestra profesión <sic.>); pero cuando después veo cómo actúa su gobierno, que dedica millones en publicidad oficial para sostener a los medios aduladores; cuando veo que se enriquece gente a través de eso, y usted no dice ni ‘mu’...”
Hay en este fragmento un punto que merece un debate. Este es el de la arbitrariedad de la publicidad oficial. Ciertamente, es injusto que la pauta publicitaria pública discrimine entre medios afines o no al gobierno. Y está claro que lo hace. Pero, retomando en algún punto la discusión anterior, también es cierto que éste no es sólo un mal kirchnerista. Lo mismo sucede con la pauta publicitaria de las provincias y los municipios. Sin leyes que regulen su uso, los gobiernos están autorizados a hacer un uso discrecional de la pauta publicitaria. Estando de acuerdo con Castro en este punto, sin embargo, llama la atención que en lugar exigir un reparto democrático, el periodista opte por descalificar a aquellos medios afines al gobierno y que son beneficiados por el mismo. Con esta descalificación, Castro pretende neutralizar a la prensa oficialista como interlocutora válida. Los ‘aduladores’ son aquellos que sólo dicen lo que desea oír la autoridad; no hay periodismo posible desde la adulación, está claro. Pero si alguno de ustedes se ha tomado la molestia de leer y oír con regularidad a medios opositores y afines al gobiernos por igual, estará de acuerdo en que calificar a los medios oficialistas de ‘aduladores’ peca de arbitrario, cuando no de desinformado. Nadie puede poner en duda que los medios afines al gobierno defienden sus políticas, esto es evidente; pero sólo quien no acostumbre a transitar estos medios puede decir que la adulación es la norma, o que todas las medidas oficiales son aceptadas ciegamente y sin cuestionamientos. Por supuesto, existen periodistas más o menos críticos, como en todos los ámbitos. El lector asiduo puede apreciar estos matices con facilidad. Lo que Castro y muchos como él no comprenden es que lo que suele llamarse periodismo oficialista es muchas veces un periodismo comprometido con una visión política de la realidad que encuentra eco en el gobierno. Esto no debería sorprender ni sublevar a nadie. Si el kirchnerismo ha venido creciendo como fuerza política es porque hay gente, entre ellos periodistas, que concuerdan con su mirada. Pretender anular a este periodismo como interlocutor es un gesto de soberbia; implica suponer que sólo es válido aquel periodismo que repite la interpretación de la realidad a la que uno adhiere. En este acto de soberbia cae Castro, quien tan a menudo acusa al kirchnerismo del mismo pecado capital. Castro nos está diciendo que sólo quienes piensan como él tienen la verdad, sólo ellos son independientes y neutrales, y que el resto, los que concuerdan con el gobierno, son aduladores, meros aduladores. Pero veamos hasta dónde llega la neutralidad de Castro.

Cuando se ataca al periodismo oficialista, la contracara que busca oponérsele es la de un supuesto ‘periodismo independiente’, cuando no ‘neutral’. Marcelo Bonelli, justamente, se cuenta entre los periodistas a quien más puede vérsele utilizar este latiguillo. La filosofía crítica ha venido enseñando desde hace algunas décadas que la independencia política y económica no es más que una ilusión. Detrás de cada periodista no sólo hay una particular forma de percibir e interpretar el mundo (es decir, una ideología política), sino también intereses económicos para los cuales se trabaja y a los cuales no se puede enfrentar con total libertad. Esto cuenta para el panel de 678 tanto como para Castro y Bonelli, aunque estos últimos se supongan libres de toda influencia política y económica. Sin embargo, recordemos las palabras del propio Castro:

“…y soy el primero en interesarme por los hechos de corrupción de nuestra profesión; porque la quiero; y los hechos de corrupción son importantes y útiles porque hacen mejor a nuestra profesión (sic.)”
Más allá del acto fallido final, parece significativo que Castro se declare interesado en los hechos de corrupción de su profesión pero que se niegue a hacer mención alguna a la denuncia de la presidenta y al conflicto ético que dicha denuncia pone en juego. Como ya señalamos al comienzo, Castro comienza posicionándose y posicionando a los involucrados desde su particular visión de la realidad: la presidenta miente, Bonelli es una víctima, el transparentamiento del periodismo es un tema que conviene evitar. Dado que la política no es otra cosa que acciones que buscan resolver las tensiones entre intereses diversos en una sociedad (sí, eso es la política), hay en la postura de Castro una acción de claro efecto político: la defensa de los privilegios de su profesión, la defensa de un colega del medio al que él pertenece (y cuyo escándalo podría teñir a todo el medio, hoy justamente enfrentado con el gobierno), y el ataque a un gobierno con el cual no se está de acuerdo. Todo eso hay de político en la postura que toma Castro.

En cuanto a su relación con el multimedios Clarín, está claro que Castro es un nítido exponente del pensamiento del grupo (sobre todo en lo que hace a su eticismo y legalismo apolíco, claramente funcional a los intereses corporativos). Esto supone que hay una concordancia entre su pensamiento político y el poder económico para el que trabaja. Cuando esta concordancia no existe, la actividad profesional no resulta fácil, y Castro lo sabe bien ya que él mismo ha tenido conflictos con empleadores kirchneristas en Radio del Plata (del mismo modo que voces afines al oficialismo lo han tenido con Clarín -baste señalar la puja entre TVR y Canal 13 para ilustrar que estas tensiones no son exclusividad de nadie). Castro debería saber que es parte de un juego de fuerzas entre grupos de poder, intereses económicos y percepciones de la realidad. Lo que significa que no hay independencia ni económica ni política en su pensamiento. Todo es político.

Asociaciones arbitrarias

Y continúa Castro:
“Cuando la escucho a usted hablar de ética pública en un gobierno que prefiere destinar plata para Fútbol para Todos en vez de pagarles a los jubilados lo que les corresponde…”
Hay dos elementos que conviene analizar en este pasaje. Por un lado, la ya estereotipada crítica a Fútbol para Todos. Hay en quienes cuestionan las transmisiones públicas del fútbol un consciente o inconsciente prejuicio de clase. Poner dinero en el fútbol puede ser presentado como un derroche sólo cuando no se le otorga a este deporte un estatus de evento cultural. El estado destina millones para eventos de mucho menor alcance que el deporte: cine, televisión educativa, arte, música clásica. Sin embargo, nunca se ha oído a Castro cuestionando el dinero puesto en la Orquesta Sinfónica Nacional, o en los museos de bellas artes, o en la Radio Nacional Clásica, donde incluso supo tener un programa durante algunos años. Ninguno de estos espacios (y muchos otros), destinatarios de millones de pesos, puede competir con la popularidad del fútbol. Pero para Castro, los partidos de fútbol, los espectáculos más populares en nuestro país, no parecen merecedores de la inversión del estado. Es curioso que Castro no comprenda el enorme impacto positivo, tanto simbólico como económico, que ha producido Fútbol para Todos. Basta recordar que en el pasado los partidos de fútbol se transmitían por cuentagotas y sólo por cable privado; y que la mayoría de la población no tenía (ni tiene) acceso a este servicio; y que en consecuencia eran muy pocos los que podían disfrutar del fútbol a menos que se acercaran hasta algún bar abonado (consumición mediante); y que los propios equipos se perjudicaban recibiendo bastante menos dinero por su cuota de pantalla; y que quienes hacían el gran negocio eran empresas privadas sin voluntad de mejorar la situación. Nada de esto parece ser comprendido o valorado por Castro. 

Pero es el segundo punto el más relevante, ya que hace a la debilidad lógica de la propuesta de Castro. Al asocial Fútbol para Todos con las jubilaciones, el periodista concatena en un mismo argumento dos elementos que nada tienen en común. El dinero de Fútbol para Todos no sólo sería insuficiente para otorgar un aumento significativo en las jubilaciones (centavos apenas), sino que además no es dinero que provenga de la ANSES. Aunque Castro aparente desconocerlo, cada sector del estado tiene su presupuesto, y no es posible tomar dinero de cualquier parte para pagar jubilaciones. Esto, claro está, no niega la realidad de las magras jubilaciones de buena parte de quienes acceden a este derecho. Pero una cosa es pedir mejoras en las jubilaciones, y otra muy distinta asociar las jubilaciones a políticas de gobierno que no poseen ningún impacto sobre ellas, ni negativo ni positivo. La única razón para asociar a los jubilados con el fútbol es la arbitrariedad argumentativa de Nelson Castro y su rechazo a todo lo que parece hacer el gobierno.

El efecto de las generalizaciones

Y, finalmente:
“Cuando escucho a usted hablar de ética pública desde un gobierno que no respeta a la justicia, que aprieta a jueces, que busca la suma del poder total…”
Hay en esta apreciación última varias sentencias que merecen atención. En principio, Castro señala que el gobierno “no respeta a la justicia” y “aprieta a jueces.” Es cierto que como parte de la natural puja de poderes que ya mencionamos antes, la relación de los gobiernos todos con la justicia no suele estar exenta de tironeos, presiones y enfrentamientos. Pero de reconocer esta realidad conflictiva a afirmar categóricamente que no se respeta a la justicia y que se aprieta a los jueces hay una distancia considerable. Es cierto que Castro no menciona ejemplos concretos, lo cual nos ayudaría a desentrañar la particularidad de los casos que tiene en mente, pero por lo menos resulta posible matizar su convencimiento señalando que el gobierno parece respetar algunas decisiones judiciales que lo perjudican enormemente, como lo demuestra la demorada aplicación de la ley de medios, que viene siendo dilatada gracias a los amparos presentados por el multimedios Clarín. Si en este terreno tan caro al kirchnerismo se respeta a la justicia, la afirmación de Castro debería, por lo menos, evitar generalizaciones tan simplistas y reñidas con la evidencia de la realidad.

Junto a lo anterior, Castro afirma con alma de augur trágico que el gobierno “busca la suma del poder total.” Esta afirmación parece ignorar una máxima fundamental de la política, que es la necesidad de ampliar las bases de consenso hasta el mayor punto posible. Esto no es otra cosa que construir poder. Y el horizonte de quien detenta el poder siempre será el poder total. Claro que no es menos ingenuo suponer que este poder total puede sustentarse sobre bases homogéneas y obedientes. El kirchnerismo, por ejemplo (pero también algunos sectores de la oposición), se sostiene políticamente mediante un complejo entramado de alianzas de los colores más diversos. Estas alianzas, lejos de serle ciegamente obedientes, permanecen activas siempre que los acuerdos de reciprocidad funcionen correctamente, pero no tardan en rebelarse cuando estos acuerdos dejan de ser funcionales. Sobran ejemplos en la historia reciente, pero el caso Moyano ha sido tal vez el más mentado durante los meses últimos. Que Castro ignore esta realidad de la política en general parece no buscar otro objetivo que tender un manto de oscuridad sobre los manejos del kirchnerismo, desconociendo que lo que el partido del gobierno hace no es otra cosa que lo que todos los partidos hacen (con mayor e menor éxito, claro). Una vez más, la generalidad es presentada por Castro como una singularidad del partido oficialista.

El uso reiterado de las generalizaciones en el monólogo de Castro es notable. Su efecto no es otro que el de simplificar una realidad compleja. Y sólo ante una realidad simplificada es posible trazar una pintura binaria como la que Castro propone recurrentemente, y donde la realidad política acaba dividiéndose en buenos y malos. Y donde Castro y los que piensan como él ocupan el sitial de buenos, por supuesto. Es gracias a este universo binario que se hace posible demonizar al partido de gobierno y equiparar a la presidenta con Judas [1]. En un terreno más complejo, como el que comienza a desnudarse cuando abordamos críticamente las palabras del periodista, ya nada se da por sentado y todo amerita análisis, y todo amerita reflexión. ¿Querrá Castro que reflexionemos realmente?

Conclusiones


Tras este minucioso repaso, es posible identificar en la falaz argumentación de Nelson Castro algunas estrategias que merecen ser puntualizadas:

Desviar la atención

Como revisamos al comienzo, la gran falla argumental de la propuesta de Castro consiste en no discutir el punto que se proponer rebatir. Al esquivar el debate sobre el transparentamiento del periodismo y atacar a la presidenta en lugar de sus argumentos, lo que Nelson Castro hace es escaparse por la tangente. Como argumento, nada suma y nada resta al tema en cuestión. Vistiendo sus palabras de aparente lógica y racionalidad, lo que entrega no es más que bronca, desprecio, y emocionalidad. No hay verdadera argumentación. 

Una larga lista de falacias

Como hemos visto, esto que bastaba para desbaratar el monólogo de Castro a nivel general, acompaña también cada uno de los cuestionamientos singulares que el periodista vierte sobre el gobierno. Cada uno de sus puntos presenta serias flaquezas argumentativas. No porque no pueda haber una razón profunda detrás de los supuestos del periodista (a quien, como se vio, en ningún momento le negamos su derecho a dudar y a desconfiar del gobierno), sino porque sus razones simplemente se articulan de modos falaces, buscando hacer pasar por lógico e inevitable lo que en realidad no lo es.

La acumulación de eslógans opositores

Cualquiera que relea las palabras de Castro notará que, más allá de la falacia general y de las falacias particulares sobre las cuales se construyen, su efectividad es poderosa. ¿A qué puede deberse esto? Si el poder de convencimiento no radica ni en la veracidad ni en la lógica de la argumentación, habrá que buscarlo en el estilo. Es justamente la acumulación de eslógans opositores lo que provoca un poderoso efecto negativo para quien está dispuesto a aceptarlos sin cuestionamientos. Enriquecimiento ilícito, corrupción, fútbol, jubilados, medios de comunicación, voluntad de poder, todo cae en una misma bolsa donde las etiquetas efectistas valen más que la realidad que describen. Como todo eslogan, las palabras de Castro accionan sobre nuestro flanco emocional, donde priman nuestras impresiones inconscientes antes que nuestra racionalidad. De aquí su efectividad (y su peligro), a menos que uno esté dispuesto a erigir un filtro lógico que atenúe su contundencia puramente retórica.

Coda: el contexto informático

Ya señalé al comienzo que lo que me movió a retomar este ejercicio de análisis fue el recibir las palabras de Nelson Castro en una cadena de mails. Si bien no es posible atribuir a Castro lo que sus palabras promueven en terceros o representan para ellos, me parece que el contexto en que fue insertado su mensaje también merece algo de atención.

El video de Castro venía acompañado de la siguiente introducción:
“Si ven a alguien criticar este video documento, obsérvenlo detenidamente. O es integrante de la Cámpora, es decir un parásito muy bien pago, es funcionario de este aquelarre llamado gobierno, o es un estúpido. Por lo tanto, la inteligencia predomina sobre el oportunismo, la astucia y la imbecilidad. Es entonces que apreciarán una demostración de valor.. Cuando se pierde el miedo.. Cuando el espíritu se subleva.” (sic.)
Nadie espera encontrar lógica en un documento de este tenor, pero no rehuyamos el análisis. Dado que me he tomado el trabajo (arduo por cierto) de criticar este video, debo extraer que, o soy camporista, o funcionario, o estúpido. También debo asumir que aquel que escribió estas palabras y refrenda la flaqueza argumental de Nelson Castro representa “la inteligencia” que “predomina sobre el oportunismo, la astucia y la imbecilidad.”

En lo que toca a mi compromiso con este gobierno, me tranquiliza el saber que vengo refutando en este blog y en otros palabras tanto oficialistas como opositoras (y si no, ver aquí, aquí, aquí, aquí, o aquí, por ejemplo). Evitaré, eso sí, discutir todo lo concerniente a mi imbecilidad, asumiendo que quienes aceptan que Castro esquive el bulto, no se molestarán si yo hago lo mismo.

Lo que no podría dejar pasar es mencionar el posicionamiento que quienes aprueban esta cadena de mails hacen de sí mismos y de aquellos con quienes no concuerdan. A ellos pertenece la inteligencia y la gloria. A los otros, la idiotez y el parasitarismo. No importa si quien critica este correo no es kirchnerista. La simpleza de pensamiento que se observa es del todo coherente con la de Castro: la complejidad del mundo queda reducida a dos caras, los antikirchneristas o los kirchneristas; los buenos e inteligentes, o los malos y los corruptos (cuando no estúpidos). Se trata, sin medias tintas, de un posicionamiento intolerante, que pretende anular de entrada toda posible refutación, del mismo modo que Nelson Castro pretende anular la propuesta de la presidenta: esquivando el bulto y atacando a quien argumenta. La lección del maestro es sabiamente repetida por el alumno. 

Al fin, el correo concluye con estas líneas:
“Se desmadró algo en el país, y ello hará que la justicia, divina o humana.. castigue al desmadrado y este castigo, será ejemplarizador. Acuérdense de estas palabras y de la fecha 18/8/2012.” (sic.)
Es comprensible que después de tanto análisis uno haya quedado un tanto agotado y con la dentición gastada como para animársele a esto. Pero soy generoso. Este último fragmento se los obsequio a ustedes. Mastíquenlo a gusto.

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[1] Permítanme una breve digresión. El pensamiento binario es, justamente, una de las claves del pensamiento religioso cristiano. A la luz de este esquema de pensamiento, la figura de Judas es fácilmente asociada con el mal y la traición. Un abordaje complejo de la realidad, que escape al corsé del pensamiento binario, puede dar lugar a una interesante relectura del rol de Judas. Con gran lucidez e ironía, Borges aborda esta relectura en su cuento ‘Tres versiones de Judas’, que amerita una recomendación.




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